Mester de cantantes
En Cali algunos recuerdan la noche en que corrió de barrio en barrio la noticia de un acontecimiento único: en la Primera Oeste, cerca del río, estaban cantando Carlos Julio Ramírez y Luis Ángel Mera.
En Cali algunos recuerdan la noche en que corrió de barrio en barrio la noticia de un acontecimiento único: en la Primera Oeste, cerca del río, estaban cantando Carlos Julio Ramírez y Luis Ángel Mera.
Poco a poco los faroles de los taxis invadieron la calle, mientras los barítonos Ramírez y Mera amanecieron abrazados entonando a voz en cuello ‘El camino del café’, rodeados por una verdadera turba de trasnochadores.
El eco de ese acontecimiento se escucha todavía entre los viejos músicos en los cafés de Cali, Sevilla y Tuluá, donde no ha cesado la polémica acerca de la supremacía de estas figuras.
Es increíble pero aún viene al tema: Luis Ángel o Carlos Julio, cuál de los dos era el primero, y ahí empiezan las discusiones. Los seguidores del Bel Canto, del arte lírico, se cuentan por miles en Colombia y ponen en cada una de sus disquisiciones un tono apasionado.
Se recuerdan las óperas Bolivariana y la de Colcultura; los esfuerzos por mantener ese género no fueron pocos, y en ello se comprometió a fondo Gloria Zea.
Voces como las de Eduardo Sayer, Martha Senn, Marina Tafur, Carmiña Gallo, Zorayda Salazar, Francisco Vergara, están en la memoria de los colombianos. Y nadie cantó mejor el Himno Nacional como Víctor Hugo Ayala.
Clausuradas las experiencias de esas óperas -gran impulsador fue Alfredo Sadel- estos artistas tomaron distintos caminos, particularmente en Europa. Sayer vivió en Cali como profesor de canto. Compartió pupitre con los hermanos Galán Sarmiento en la Escuela Antonio Nariño. Había nacido el 5 de octubre de 1939 junto a la iglesia de Lourdes, en la 63 con 13, descendiente de escoceses y barranquilleros.
“Había un centro muy chapineruno, el Tout va bien, donde íbamos a jugar bolos con los Patos Camargo y con Agustín Carrizosa. Por esos días estaba de moda La Cocaleca, vamos a la playa que la mar está seca; eso sonaba por todas partes. Éramos cocacolos y nos gustaba dar serenatas”, recordaba Sayer.
Una vez llegaron sus carnales a plantearle un duelo: “Sayer, por aquí arriba dicen que vive un carnicero que tiene una vocezota… ¿Por qué no te le medís?”. Sin mediar palabra de pronto se vio enfrentado con aquel hombrón de cara hirsuta, propietario de una fama. “Él arrancó con Juan Charrasqueado; yo esperé y empecé a cantar Amapola; se fueron encendiendo las luces el vecindario. En sastre salió al balcón y gritó: “Ala, ¿por qué no cantas Tabú? Creo que en ese momento empecé a ser artista”. Como para armar más alboroto, se casó con su profesora de canto, Isabel Bulla. El maestro Pietro Masqueroni lo vinculó a la Ópera Bolivariana; debutó como Fernando en El Trovador y Basilio en El Barbero de Sevilla.
Los que saben dicen que Mera pudo brillar en Europa, pero lo venció la bohemia. Carlos Julio Ramírez empezó su carrera de una manera particular. Cantaba en los barcos de rueda que remontaban el río Magdalena. En una mañana clara, mientras el barco se abría paso entre algas y manatíes, un hombre de sombrero italiano y traje oscuro lo escuchó y quedó extasiado. Lo hizo llamar. Era Laureano Gómez. Le ofreció alojarlo en su casa en Bogotá y le pagó sus primeros estudios. Dijo a sus hijos Álvaro y Enrique, que lo trataran como hermano. Ramírez alcanzó la gloria; hasta filmó una película en Hollywood, con la actriz Esther Williams: Escuela de Sirenas. Pude entrevistarlo ya al final de su vida, cuando vino a Cali, enfermo y en silla de ruedas. Álvaro Bejarano lideró una campaña para comprarle una casa, la misma que Ramírez, con falta de nobleza, rechazó, por ser una vivienda de interés social.
Sayer, aprendió de Melani y Pavarotti, que el canto es ante todo emoción y dicción, fe mayor, la única posibilidad de despertar aquel fervor ontológico que se reconoce como sacro.
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