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Sapos a tragar
Eso de tratar de conseguir votos a punta de exaltar vidas de dictadores disfrazados de demócratas es, aparte de mala idea, tramposo. Y falto de ideas.
Entre los muchos sapos que a la larga terminan tragándose los políticos, están los modelos a imitar que eligen.
Esos que convierten en sus hojas de ruta. Después, pasados los años, tanta admiración se les vuelve a muchos física vergüenza.
Porque existe el riesgo de que tales mesías, fruto de sus abusos, el desgaste y la decadencia, dejen de ser paradigmas. Entonces, a quienes se rindieron a sus pies, les llega la hora de negarlos.
En el Siglo XX, de ese santoral, luego convertido en vergüenza, formaron parte nada menos que Adolf Hitler y José Stalin, aunque hay muchos más.
Sólo a Hitler le resultaron seguidores, y no pocos, en los Estados Unidos en los años 30 y comienzos de los 40. Ese fenómeno hubiese quizás tomado otro rumbo de no existir el ataque a Pearl Harbor.
No es fácil la explicación sobre cómo llegó a crecer allí en EE.UU. un movimiento así, con el antisemitismo como bandera y otras líneas comunes con el nacional socialismo, incluidas esvásticas y cosas peores.
De un lado, la inmigración germana posterior a la Primera Guerra Mundial fue un insospechado punto de partida. La mayoría de esa multitud de alemanes que había llegado, empujada por el hambre y las necesidades de una paz mal hecha, estaba a nada de ponerse del lado equivocado. Algunos cayeron en la tentación y alentaron la adoración a Hitler.
No estaban solos en ese empeño. Estadounidenses como el propio Henry Ford, magnate de la industria automotriz, jamás disimularon ese tipo de fascinación. Más bien, la exhibieron. Y, cuando fue necesario, se metieron la mano a sus millonarios bolsillos para apoyar a quienes representaban esa ideología, o a similares.
Prueba de ello fue el decisivo apoyo que se le atribuye a Ford a favor de Francisco Franco y los golpistas en el curso de la Guerra Civil Española. Según algunos autores, los camiones para transporte de tropa, cedidos generosamente por Ford, aceleraron el desenlace a favor de los nacionales.
Eran tiempos en que los caballos de fuerza con los que contaban unos inclinaba la balanza frente a las mulas de cuatro patas de las que dependían los otros.
Los guiños a Hitler en Estados Unidos incluyeron también a quienes se aprovecharon de su ascendente popularidad en la preguerra para conseguir respaldo a intereses particulares en las urnas. Vendían así su alma al diablo y creían poder rescatarla después.
Si miramos al otro lado, igual pasó con José Stalin. Aquí, en España, hay una imagen que ilustra bien eso. Es una fotografía de la famosa Puerta de Alcalá en octubre de 1937, en homenaje a los 20 años de la revolución bolchevique.
En ella aparece el rostro de Stalin al lado de los de Maksiv Litminov y Kliment Voroshilov, dos dirigentes soviéticos de entonces a los que se los llevó el tiempo y el olvido. Incluso en ese mismo momento, muy cerca de ahí, a la célebre Gran Vía se le cambió el nombre por Avenida de la Unión Soviética, con placa y todo.
Lo grave, en ambos casos, es que en esos momentos Hitler y Stalin ya tenían en sus tenebrosas cuentas cientos de miles de vidas, si no es que millones, eliminadas y destruidas. Y eso lo sabían quienes ahora tenían la terrible idea de convertirlos en faros a seguir. Les importaba nada. Para ellos, el fin les justificaba hacer uso de esos medios.
Vivimos ahora presuntamente otros tiempos. Pero eso de tratar de conseguir votos a punta de exaltar vidas de dictadores disfrazados de demócratas es, aparte de mala idea, tramposo. Y falto de ideas.
En fin, un batracio enorme y espeso al que, más temprano que tarde, sus autores se verán obligados a deglutir en vivo y en directo. Ya los veremos en esa faena.
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