Columnistas
Un milagro llamado Irlanda
Porque esa Irlanda de hoy, ese despegue económico, imparable, que la ha llevado a convertirse en la puerta de entrada a Europa...
Contiguo al puerto por donde salieron miles, hasta completar un millón de irlandeses, acorralados por el hambre a mediados del Siglo XIX rumbo Canadá, Australia y principalmente Estados Unidos, hay hoy un bosque de edificios monumentales en Dublín. Desafiantes en su modernidad.
Son las sedes, las casas matrices en Europa de Google, Meta (Facebook), Twitter, Microsoft, Apple. También allí tiene Amazon no solo tres mega bodegas sino su centro de operaciones para Europa, una ciudadela que funciona como una burbuja a imagen de su emporio en Seattle, y están las sedes de Airbnb, LinkedIn, Intel, Netflix, Pay Pal. Los cuarteles de Google a los que se les unirá el año entrante otra mega construcción que está en obra, son una verdadera torre de babel que reúne muchachos de 70 nacionalidades, a quienes los une no el idioma de los humanos, sino el lenguaje de los computadores.
Ahí, a punto de algoritmos, perfila, sin exagerar, la suerte del mundo, el progresivo reemplazo de la inteligencia humana por la inteligencia artificial que lentamente va redefiniendo las nuevas formas de existir frente a las cuales tantas veces se siente uno impotente, atrapado por realidades imposibles de descifrar.
Pero ahí nos vamos adaptando en medio del asombro, anclados a las briznas de un pasado que da certezas como le ocurre también a los dublinenes raizales, los que tienen una asombrosa historia de resiliencia; de la crueldad invasora de la potencia inglesa, entonces dueños del mundo, como un vecino incómodo respirándoles en la nuca; de 50 años de troubles –como le dicen a la guerra civil-, de décadas de miseria y carencias como la que describe con un dramatismo que duele Frank McCourt en Las cenizas de Angela, las memorias de su infancia en la Irlanda de la postguerra, la del despojo de los años 50.
Una isla encerrada y asilada convertida ahora en el corazón de la economía global, cosmopolita sin dejar perder sus raíces rurales de ovejas y pastizales, de gaitas y de Guiness, que perduran en los pequeños poblados donde el tiempo está detenido preservando aquellas tradiciones que ha alimentado la gran literatura de habla inglesa, con una lista de escritores inacabable –Wilde, Becket, Yeats, Swift, Bernard Shaw…. Un Dublín que sigue como el descrito en las eternas páginas sin puntos de Ulises, que la imaginamos antes extraviarnos en los recovecos medievales.
Porque esa Irlanda de hoy, ese despegue económico, imparable, que la ha llevado a convertirse en la puerta de entrada a Europa, favorecidos por la inexplicable locura del Brexit inglés que no hizo otra cosa que levantar barreras, empezó solo hace veinte años con la fuerza que ha hecho de esta pequeña isla grande con su gente, su música y su inmortal literatura; el país más productivo del mundo según la Ocde.
Por eso golpea el regreso. El lodo, la retórica sonora que no transforma; el asco de la corrupción desbocada en manos de los señaladores del pasado y la frustración para tantos por tantas promesas incumplidas. La rabia que empieza a enconarse y la verborrea delirante unida a la gazapera y a la incapacidad colectiva de llegar a un acuerdo mínimo alrededor de a un propósito, así sea nimio o incluso efímero, pero que nos dé el derecho a tener, aunque sea por un momento, un sueño compartido de país.