*Monseñor César Alcides Balbín Tamayo, obispo de Cartago
Aparte de Jesús, centro de la historia de la Salvación del género humano, tres son los personajes del adviento: Isaías, Juan el Bautista y María Santísima. Ellos se harán presentes durante todo este tiempo de adviento que estamos comenzando.
Justamente el Evangelio de este segundo domingo de Adviento no nos habla directamente Jesús, sino de su Precursor, Juan el Bautista.
Podríamos decir que es el domingo del Precursor. Y el mensaje central de la predicación del Bautista contiene aquella frase de Isaías que repite a sus contemporáneos con gran fuerza: «Voz del que grita en el desierto: preparad el camino del Señor, enderezad sus sendas». Isaías, decía: «Una voz clama: en el desierto abrid camino al Señor» (Is 40, 3). No es por lo tanto una voz en el desierto, sino un camino en el desierto.
Jerusalén es una ciudad rodeada por el desierto, y el acceso a ella en aquella época era difícil, pues los caminos polvorientos y pedregosos solían estar siempre en mal estado: en cuanto se trazaban o se reparaban, fácilmente desaparecían por la arena del desierto que mueve el viento.
Ante el anuncio de la llegada a la ciudad de algún personaje importante y su comitiva, era necesario salir y ponerse a la tarea de abrir una vía al menos provisional, o de reparar las ya existentes: se cortaban las zarzas, se colmaban las hondonadas, se allanaban los obstáculos, se reparaba un puente o un paso. Es en esta realidad que se inspira Juan el Bautista. Está a punto de llegar, clama, uno que está por encima de todos, «el que debe venir», el que esperan las gentes: es necesario trazar una senda en el desierto para que pueda llegar.
Es necesario pasar de la metáfora a la realidad: es en el corazón de cada uno que se debe preparar el camino de la llegada del Señor. No se reparan los caminos del desierto, sino los caminos de nuestra propia existencia. Para hacerlo, es necesario convertirse: «Enderecemos las sendas del Señor». Este mandato presupone una amarga realidad, estamos invadidos de egoísmo, de pecado, de fragilidad, encerrados en nosotros mismos, poco abiertos a los demás. Transitamos por laberintos oscuros, o al filo de precipicios.
Tanto Isaías como Juan el Bautista hablan de precipicios, de montes, de pasos tortuosos, de lugares impracticables, y que en realidad son el orgullo, las violencias, codicias, mentiras, hipocresía, impudicias, superficialidades, ebriedades de todo tipo.
Enderezar un sendero para el Señor tiene por lo tanto un significado concreto: significa emprender la reforma de nuestra vida, convertirse. En sentido moral lo que hay que allanar y los obstáculos que hay que retirar son el orgullo, la prepotencia, la injusticia, los rencores, venganzas, traiciones en el amor, entre muchos otros. Estos son los caminos tortuosos de nuestra existencia, los que tenemos que allanar, emparejar, hacerlos transitables para el Señor, que ya llega. La misma palabra de Dios nos da la seguridad de que Él nos brinda lo que nos manda hacer. Dios allana, Dios colma, Dios traza la senda y la camina con nosotros, y así nosotros la debemos también caminar con él.