El ciclo de Navidad se cierra con esta fiesta del Bautismo de Jesús. Entrando en el agua del Jordán, Jesús, el cordero de Dios, carga con la culpa de toda la humanidad y en obediencia y humildad acepta morir por todos los pecados de la humanidad. Pero al mismo tiempo, el bautismo de Jesús es la presentación solemne que hace el Padre Dios de su Hijo: “Tu eres mi hijo muy querido, en ti tengo mi complacencia” (Lucas 3, 15-16.21-22)En otras palabras, la gloria de Dios se hace visible en Jesús, el Siervo de Yahveh, que viene a bautizar con Espíritu Santo y fuego.Así pues, cuando el presbítero derrama sobre nuestra cabeza el agua del bautismo y nos dice: “Yo te bautizo en el nombre del Padre”, comenzamos a ser hijos de Dios por adopción y por lo tanto herederos de los bienes de Dios. Ya no somos esclavos sino libres.Cuando se nos dice: “Yo te bautizo en el nombre del Hijo”, comenzamos a ser hermanos y hermanas en Jesucristo y por lo tanto Iglesia, familia de Dios, Pueblo de Dios. No somos ya anónimos sino reconocidos por nuestra comunidad. Por esto decimos: “No tengas en cuenta nuestros pecados, sino la fe de tu Iglesia”.Cuando se nos dice “Yo te bautizo en el nombre del Espíritu Santo” comenzamos a ser templos vivos del Espíritu Santo y nuestra dignidad personal comienza a ser una realidad sagrada, única e irrepetible. No somos simples cosas o máquinas del universo sino personas humanas, hombres y mujeres, consagrados por la presencia del Espíritu Santo para el amor.A partir de nuestro bautismo comenzamos un camino de vida cristiana, la aventura de la fe, que pasa por la muerte hacia la resurrección donde completamos la verdadera gloria de Dios en nuestras vidas.