Hace unos días en ‘Fantástica’, de RCN, escuché una pregunta a los oyentes: “¿Cuál sería el menú de su última cena?”. Pensé una y mil veces en esa combinación de la nostalgia de la despedida y del último placer gastronómico. Si se pudiera pedir lo que fuera, evoqué inicialmente lo disfrutado en los viajes. En ese circuito vital aparecía ‘Le Crillon’, en París; ‘Le Cirque’ en Nueva York y años después ‘Le Bernardin’. Las osterias en Florencia; las rondas de tapas variadas en Madrid; un costillón inolvidable en San Sebastián; los steakhouses en Estados Unidos; la hamburguesa en Au Cheval en Chicago, las sorpresas de las fusiones en Perú y los cafés de Buenos Aires. Pero caí en cuenta que los menús habían pasado a un segundo plano en mi memoria y lo inolvidable en el ejercicio eran las personas con quienes compartí, la alegría del momento y lo que nos unía en cada almuerzo o cena. Siendo así, no tenía sentido volar lejos.
Recordé entonces para esa respuesta los platos que por ser más cercanos, no eran menos decisivos en mi memoria gustativa. Con algunos restaurantes de Bogotá y Cartagena, agregué ‘Casa M’ de la semana pasada en Medellín y brillaban los de Valle. ‘Platillos voladores’, ‘Ringlete’, ‘La cocina’, ‘La Gastroteca’, ‘Litany’, ‘María Mulata’ en Buga. Las posibilidades eran inmensas y en esa lista concluía que los grandes deleites fueron unidos a sentimientos. La cocina fue un medio, un delicioso vínculo entre los comensales para celebrar, confiar, amar. Con esa nostalgia en el alma, pensé en cuán importante es el sentimiento en quien te prepara los alimentos. Pasó por mi mente la bandeja de tostadas de plátano que recibí en mi grado de bachiller de unas ancianas vecinas de mis papás. Era todo lo que podían darme por mi cordialidad con ellas, pero fue el regalo más generoso que recibí. Pensé en el postre de las tres leches de Martha, la tía impecable con los sobrinos en ausencia de sus hijos, o el guiso en Ginebra de Haydee Tascón de Ayalde, picado con destreza y servido con gusto y afecto. Ninguna de esas manos amorosas están presentes hoy.
Concluí entonces que el encanto de la mesa, es la compañía y los gratos sentimientos que unen a los comensales. Si eso se acompaña de buenas viandas y maridaje adecuado, es una cena perfecta. Obviamente, un buen restaurantero lo tiene claro y diseña un entorno que facilite la armonía entre todos estos elementos. Pero si la última cena no tiene ilusión ni grata compañía, decidí omitir los excesos sobre el mantel. Una hostia bendita y un sorbo de vino, suministrados con misericordia, serán suficientes.