El segundo mandato de Donald Trump se iniciará la próxima semana en un contexto de enfrentamientos bélicos que estremecen a Europa, Medio Oriente, Asia y África. Los analistas especulan sobre el curso que podrían tomar los acontecimientos mientras se producen decenas de miles de bajas militares, desplazamientos y víctimas civiles.
Lo acontecido está vinculado al agotamiento de la institucionalidad internacional basada en el multilateralismo. Un sistema que no ha podido solucionar problemas acuciantes registrados por las naciones como son los reclamos territoriales, las diferencias comerciales, el cambio climático, el control a la migración ilegal, la derrota del hambre y el aseguramiento de los derechos humanos.
Entre tanto, viene creciendo la tendencia a no respetar talanqueras, tradiciones ni acuerdos y entronizar como valor absoluto los intereses nacionales. La Convención de Viena sobre el derecho de los tratados se ve como un instrumento desueto; el acuerdo que regula los derechos del Mar se violenta impunemente y no faltan los que trasgreden sin consideración las regulaciones establecidas por la Organización Mundial del Comercio.
A lo anterior viene a sumarse un autoritarismo desafiante practicado por líderes que controlan todos los órganos del poder, eliminan oponentes a discreción, agreden y ocupan otros espacios y mares distintos a los propios.
En medio del agite y el desenfreno descritos, no resultará extraño que un día despertemos y Trump haya extendido su larga mano hasta el Canal de Panamá y Groenlandia; Vladímir Putin esté entronizado como amo de media Ucrania y la bandera China ondee en Taiwán.
Todo bajo la mirada de un resto del mundo desconcertado e impotente.
En otras palabras, estamos ante una reformulación de la geopolítica universal con nuevos repartos territoriales, nuevas zonas de influencia. Se trata de cambios tan trascendentales como los acontecidos después de la Primera Guerra Mundial cuando en la mesa de Versalles se crearon naciones, se destrozaron culturas y etnias al capricho de los intereses de las grandes potencias y de los nacientes pulpos petroleros.
Lo novedoso es que la nueva versión geopolítica traída por Trump parece moverse al compás de las amistades y las proximidades ideológicas. La vieja relación existente entre Putin y el presidente republicano puede terminar la guerra de Ucrania de un día para otro, consagrando el reparto definitivo de aquel país y dejando a Europa viendo un chispero. En esto no habría sorpresas porque los países del viejo continente son artífices de este gris destino: llevan decenios eludiendo las responsabilidades relacionadas con la financiación de su defensa y recostándose en el esfuerzo norteamericano.
Las preguntas surgidas se refieren a lo que podemos esperar los latinoamericanos ante un acuerdo o entente entre dos potencias que estarían dispuestas a usar como moneda de cambio a una agobiada Ucrania: ¿Habría una compensación o quid pro cuo a favor de los gringos por ceder ante el empuje militar de Rusia? ¿Cuál sería el alcance de esa compensación, acaso la aceptación de que se borren por la fuerza los regímenes molestos de Cuba, Nicaragua y Venezuela? ¿O el silencio ante las ansias del magnate presidente que desea hacerse a Groenlandia, parte del Canadá y el Canal de Panamá? Amanecerá y veremos.