Cuarto mandamiento

La vida siempre tiene sus maneras de recordarnos lo esencial. Este fin de año, una situación inesperada me confrontó con una verdad que creía entender y para la cual creí estar preparado, pero no: nuestros padres no estarán para siempre. Al final de este año mi madre enfermó, y en medio de la preocupación que me causó verla enferma, sentí con nitidez lo valioso que es su tiempo en este mundo. Hoy gracias a Dios está bien y puedo hacer esta reflexión.

En la cotidianidad, solemos dar por sentado a quienes siempre han estado ahí, padres, hermanos, abuelos, tíos y amigos. Entender que la vida es frágil y que hoy estamos, pero mañana no sabemos, a veces resulta complejo en nuestro contexto mental, pues quizás tendemos a bloquear esas ideas, para protegernos de ese sentimiento de dolor o angustia que ocasiona la posibilidad de la muerte de un ser querido.

Nuestros padres -con sus aciertos, errores y esfuerzos- han sido el pilar sobre el cual construimos nuestras vidas. Detrás de cada decisión que tomaron por nosotros hubo noches en vela, sacrificios y sobre todo, amor que solo buscaba nuestro bienestar. Ahora que soy padre, entiendo en carne propia lo retador que es criar, guiar y proteger a los hijos. Ese entendimiento más profundo me llena de gratitud hacia quienes me dieron la vida y me invita a honrarlos.

Ser padre o madre es una tarea monumental. No existe manual que enseñe cómo criar a un hijo, y nuestros padres lo hicieron como mejor supieron y pudieron, enfrentando retos que muchas veces ni siquiera podemos imaginar. Honrarlos implica comprender su humanidad, aceptar que no son perfectos y aun así, agradecerles por su amor y por todo lo que hicieron para sacarnos adelante.

Hay una realidad ineludible: el tiempo pasa y con él, nuestros padres envejecen. Es un ciclo natural, pero no menos doloroso. Aquellos que alguna vez nos cuidaron con fortaleza ahora necesitan nuestra atención y paciencia. Este cambio de roles es tan inevitable como humano, y afrontarlo con amor no es solo un deber, sino un privilegio.

Lo que más pesa no es solo la posibilidad de su ausencia futura, sino la incertidumbre de si hemos hecho lo suficiente por disfrutar su presencia. ¿Cuántas veces hemos reprimido un ‘te amo’ por vergüenza? ¿Cuántas visitas se aplazaron por compromisos que seguramente hubiéramos podido postergar? Decirles que los amamos y demostrarlo no puede ser un acto reservado, sino que debemos ser conscientes de hacerlo todos los días porque quizás mañana ya sea tarde.

Es inevitable pensar en que, tarde o temprano, ellos partirán. Esta es una verdad que, aunque dolorosa, nos impulsa a vivir con mayor conciencia. Lo más importante es llegar a ese momento con la tranquilidad de haberlos disfrutado, amado y valorado al máximo. No debemos esperar a que sea demasiado tarde para decirles cuánto los queremos, cuánto los admiramos y lo agradecidos que estamos por todo lo que hicieron por nosotros.

No hay padres perfectos, y eso está bien. Lo perfecto es que los tengamos. Su existencia, con todas sus complejidades, nos ha moldeado y eso merece gratitud. Decirlo, repetirlo, vivirlo con ellos mientras podamos, es el único remedio contra el remordimiento de lo que pudo ser.

La próxima vez que estés frente a tu madre o padre, hazlo consciente del regalo que son. Tómate el tiempo para mirarlos, escucharlos y decirles cuánto los amas. No importa si ya lo saben; ellos necesitan escucharlo y tú necesitas decirlo. Porque mañana, inevitablemente, llegará. Y cuando lo haga, que nos encuentre con el corazón tranquilo de haber amado sin reservas.

Nuestros padres nos dieron la vida. Que nuestro mayor acto de amor sea hacer que la suya, mientras estén aquí, valga tanto como ellos hicieron valer la nuestra. En esos profundos actos radica el verdadero significado de familia.

@Juanes_angel