Lucas me manda la foto de su parque favorito, des Buttes-Chaumont, París. Y mientras contemplo la banca en la que no me he sentado aún, y la bruma del invierno sobre los árboles, cuyo frío no me alcanza, siento una felicidad inédita.

Me llegan muchos mensajes, en especial de mujeres, principalmente de madres, que me preguntan si he llorado por Lucas, al saberlo en otro Continente a sus escasos 17 años, que acaban de convertirse en 18 años.

Y la respuesta es “no he llorado ni por un segundo”. Soy absolutamente feliz de saber que vive su sueño. De ver su disciplina, valentía, determinación y pasión por el conocimiento.

Dice que está siendo formado por sus maestros para ser preciso con el lenguaje, para hablar solo de lo que se sabe, para evitar la tendencia a encubrir la falta de conocimiento con palabrerías sin sentido, rodeos y divagaciones efectistas. Cuánta falta le hace ese simple principio a este mundo.

Creo que hay mucho silencio sobre lo que significa ser madre. No se dice una parte de la verdad: que es muy exigente en energía, fuerza, dinero, tiempo, cuerpo y mente.

La otra parte de la verdad no es algo idealizado y edulcorado, no es algo romantizado ni cursi, sino esto tan egoísta que voy a decir: sin Lucas quizá yo no habría experimentado lo que se siente amar a alguien tanto que su felicidad sea la tuya, sus logros los tuyos, sus dolores los tuyos, su realización la tuya.

Yo no habría experimentado el amor incondicional, no de sacrificio sino de absoluto desapego, libertad, apertura y universalidad.

Yo no habría experimentado un tipo de lazo tan irrompible que ni la vida y la muerte lo acaban, ni la distancia se siente jamás como distancia, sino amplitud total del universo que cabe en un cordón invisible, que me lleva a esta foto, de un parque que no conozco, de una banca en la que no me he sentado y de un invierno que no me hiela los huesos, pero que solo por ser el favorito suyo es también el favorito mío.

Quienes conocen ese tipo de amor, entenderán de qué hablo.