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La esperanza

Sin esperanza, las utopías sociales y los proyectos humanos por los que valga la pena comprometer la vida no solo quedan incompletos, sino que pueden terminar siendo el origen de profundas y dolorosas frustraciones personales y colectivas.

3 de marzo de 2025 Por: Vicente Duran Casas
Vicente Durán Casas
Vicente Durán Casas | Foto: El País

En la tradición católica, fe, esperanza y amor son consideradas ‘virtudes teologales’ porque proceden de Dios. De ellas participamos los humanos porque Él mismo nos las infunde, sea en la inteligencia, la voluntad o el deseo. Por ser teo-logales, sin embargo, esas tres virtudes no dejan de tener un sólido fundamento antropológico: todos los seres humanos las requieren y a todos nos ayudan a vivir mejor y a alcanzar nuestras metas y propósitos.

En el caso de la esperanza, eso es particularmente interesante. En el Siglo XX, quien probablemente más contribuyó a fundamentar filosóficamente la esperanza fue Ernst Bloch, un filósofo marxista alemán de origen judío que escribió durante los horrores del nazismo su más importante obra, El Principio Esperanza, haciendo honor a la gran intuición poética de Hölderlin: donde alienta el peligro, allí surge la salvación. La esperanza, decía Bloch, no solo no se opone a la razón, sino que va a la par con ella, y cuando ambas se acompañan, las cosas van mucho mejor. “La esperanza es lo racional atravesado por el deseo”, escribió.

Bloch vio que no basta con la utopía, a la cual los pensadores y políticos marxistas habían dedicado mucha atención, tanta y tan descontrolada, que acabaron creando infiernos como los Gulags de la extinta Unión Soviética, similares a los campos de concentración diseñados por la ideología -también utópica- del nazismo. Sin esperanza, las utopías sociales y los proyectos humanos por los que valga la pena comprometer la vida no solo quedan incompletos, sino que pueden terminar siendo el origen de profundas y dolorosas frustraciones personales y colectivas. Tener utopías no siempre va acompañado de una perspectiva ética.

Spes non confundit (La esperanza no defrauda): así titula el Papa Francisco su convocatoria a vivir el año jubilar 2025. Y es que la esperanza no es una virtud que invite a no hacer nada y esperarlo todo. La esperanza cristiana está fundada sobre el amor, tierno y suave, pero también efectivo e inteligente: procediendo también de Dios, suscita la fuerza más poderosa a la hora de transformar el mundo para bien de todos y no solo de unos pocos. Ignacio de Loyola diría que el amor, como el bien, entre más universal, más divino.

Por su parte, el popular filósofo coreano Byung-Chul Han, en su libro El Espíritu de la Esperanza, propone la idea de que la esperanza, ignorada y menospreciada por los espíritus satisfechos con el consumo, invita y mueve hacia un mundo mejor que aún está por venir y por eso ensancha el alma, la libera. Es así como la esperanza es capaz de generar sus propios conocimientos, esos que requerimos para vivir mejor, en paz con nosotros mismos, con nuestros semejantes y también con la naturaleza. La esperanza no es un pronóstico optimista de lo que va a ocurrir, no se genera con artificiales manuales de autoayuda ni puede ser inducida a punta de propaganda o ideología. Es un salto cualitativo en el sentido que le damos a la vida, crece en el alma, transforma el ser y deseo, es espiritual.

El olvido de la fraternidad universal, la destrucción de la naturaleza, y el sinsentido de tantas vidas humanas atrapadas en las dinámicas peligrosamente destructivas del consumo desbocado, invitan a una rebeldía esperanzada. Dice la Sagrada Escritura que al séptimo día de la creación Dios descansó. Todo parece indicar que aún estamos en ese séptimo día. Dios ya hizo lo suyo, y lo que hizo, sabiendo que era muy bueno, nos lo confió. Formamos parte de su ímpetu creador, y por eso la esperanza está arraigada en lo más hondo de nosotros mismos.

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