A pesar de ser la democracia el mejor sistema político concebido por la sociedad humana, apenas poco más del 40 % de los países pueden catalogarse como regímenes democráticos. Con todas sus imperfecciones, fallas y vacíos, pero tales naciones entran en la definición de Karl Popper: “La democracia consiste en poder destituir sin violencia a quienes ocupan el poder”.

Sin duda, la democracia más desarrollada es la de Estados Unidos. Pero desde la elección del caótico Donald Trump, el sistema democrático en ese país pasa por apuros y sobresaltos. Los actuales avances tecnológicos indican que el enrevesado procedimiento de los colegios electorales no tiene cabida en el mundo de hoy. Democracia es enfrentar a varios candidatos para que el que gane sea el que obtiene mayor número de votos, sin más vueltas.

Aún no se ha definido la responsabilidad judicial del expresidente Donald Trump en los vergonzosos sucesos del 6 de enero de 2022, cuando una turba aupada desde la Casa Blanca invadió el Capitolio para impedir el reconocimiento del nuevo presidente Joe Biden. De todas maneras, esos sucesos constituyeron una terrible afrenta al principio fúndante de la separación de poderes.

Los Estados Unidos tienen por resolver, como sociedad, tres grandes problemas: el excesivo consumo de drogas, la facilidad para obtener armas de fuego y el manejo de las corrientes migratorias. Este último se ha convertido en tema de agitación electoral por las constantes declaraciones xenófobas del candidato Trump.

Sin pensarlo mucho y analizándolo poco, Trump anuncia una gigantesca deportación de indocumentados si llegara al poder el 5 de noviembre. Desde luego que las leyes norteamericanas deben cumplirse, pero en el fondo los migrantes ocupan cientos de miles de plazas de trabajo que a los ciudadanos de ese país ya no les llaman la atención.

Latinoamérica (salvo Cuba, Nicaragua y Venezuela) es tierra de democracias. De no cuidar las que hoy existen, el nefasto grupo de dictaduras continuará creciendo. No se trata de establecer un modelo único de democracia, sino que en nuestro continente se respeten los valores fundamentales del sistema.

Cabe aquí recordar la frase del profesor Luis López de Mesa: “El partido político, la prensa y el parlamento representan la columna vertebral de las democracias modernas”. Hablando de Colombia, las tres observaciones de López de Mesa tienen hoy vigencia.

Se habla ahora de reforma política y ella tiene que partir de una redefinición del concepto de partido. No es posible continuar entre nosotros con una constelación de 32 agrupaciones políticas, entre grandes, pequeñas y minúsculas. No sin razón a muchos de estos partidos los llaman colectivos de garaje.

Desde el más alto gobierno se debe profesar el credo del respeto a la prensa. Es inaudito que el jefe del Ejecutivo insulte públicamente a las mujeres periodistas, como sucedió hace poco. Y es inaceptable que se machaque constantemente la idea de que la prensa en Colombia obedece a los grandes grupos y no a su oficio natural de informar la verdad.

Se espera que en la segunda mitad de este gobierno las relaciones del ejecutivo con el Congreso partan del respeto y no de la imposición. Los poderes públicos son tres, independientes y autónomos, que deben colaborar entre sí, sin que ninguno pretenda subordinar los demás.