La paulatina intensificación del frío del invierno, una ciudad que funciona a media luz y la celebración de la Navidad y el Año Nuevo Ortodoxo podrían confundirse con aparente calma en Kyiv, la capital de Ucrania, en la última semana.
Una imagen que contrasta con el pie de guerra que se advierte en otros reflejos de la urbe. Basta observar a los paisanos vestidos de militar que entran esporádicamente a los supermercados o al amable joven oficial que cuenta con altivez y enojo que regresó a Kyiv para esperar a los bielorrusos.
No se trata solo entonces de los contundentes golpes militares que ha recibido Vladímir Putin en el este de Ucrania, como el ataque del pasado 3 de enero en la ciudad de Makiivka, en la región de Donetsk, en la que cayeron 89 soldados rusos y más de 400, según el mando ucraniano.
Tampoco solo de la ofensiva de Kharviv en septiembre, de la obligada retirada de los rusos en noviembre de la ciudad de Jersón, que enardeció a sus más nacionalistas, o de la lucha desesperada y estéril de los mercenarios de Wagner que intentan capturar a Bakhmut para demostrar que pueden hacer lo que su ejército no pudo.
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Claro, son derrotas militares en suelo ucraniano que han hecho estallar sin duda el mito del poderoso ejército ruso, lo que ha alarmado a los países que dependen de su paraguas de seguridad, como varias de las naciones de Asia Central. Y seguramente vendrán más porque, a pesar de la ambivalencia de algunos líderes, como el presidente francés, Emmanuel Macron, los Estados Unidos y Europa están armando a Ucrania hasta los dientes, aunque lentamente.
Han entendido que les sale más barato y menos doloroso invertir en su propia seguridad, a través de dotar a los ucranianos. Mejor que luego perder a sus propios hombres y repetir con Putin el horror de las anexiones territoriales de 1938 y 1939 de Hitler, que desataron la Segunda Guerra Mundial. Una monstruosidad narrada desde el frente polaco, en 1946, en el sobrecogedor libro ‘El drama de Varsovia’, de Casimiro Granzow y de la Cerda.
Pero, de fondo, de lo que se trata es de que Ucrania nunca más aceptará ser dominada por Rusia. Como me lo comentó el representante especial para América Latina y el Caribe del Ministerio de Exteriores de Ucrania, Ruslán Spirin, “la sociedad ucraniana ha cambiado; no pretendemos regresar a la órbita de la influencia de Rusia. Hemos escogido muy claro nuestro futuro, el de nuestros hijos y nietos, los valores de una comunidad internacional civilizada y democrática. Porque no hay nada qué ver entre Rusia y democracia, un país en el que la gente vive con miedo puro”.
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Es que detrás de los símbolos del igualitarismo y las abstracciones que exportó la Unión Soviética durante 70 años, lo que había era un proyecto de rusificación muy agresivo y de esclavitud para quienes la conformaban. Países que tenían sus propios idiomas y costumbres, pero en los que el Partido Comunista obligaba a los niños a estudiar en ruso desde el primer grado y solo hasta el quinto podían hacerlo en su propia lengua. O lo ejecutaban desplazando gente a lugares lejanos para que se casaran, mezclarlos y extender las raíces rusas.
Soterradas posturas e ideologización de la política exterior
Lo extraño es que no solo algunos países de América Latina no se inmuten ante la herencia totalitaria que representa Putin, ante la agresión, sino, además, como lo sostiene el representante especial Spirin, que “varios países de la región están esperando a ver quién comienza a ganar para asumir una verdadera postura”.
A lo que agrega que “es una equivocación porque el nuevo orden mundial será sin Rusia como jugador de primera línea y los países latinoamericanos podrían infortunadamente no estar en primera fila”.
Es más, Spirin sostiene que “hay países esclavos de Rusia en América Latina”. Al preguntarle si se refiere a Venezuela, Bolivia, Nicaragua y Cuba, precisa, y matiza a la vez, al señalar que “eso es lo que dicen los analistas y se desprende de las votaciones de la ONU, ya sea por deudas, contratos o a cambio de dinero”.
Una posición muy en la línea con la que sostienen el expresidente Ricardo Lagos, Jorge Castañeda y Héctor Aguilar Camín en el reciente libro ‘La nueva soledad de América Latina’. Un texto con olvidos, como el aporte del Grupo de Contadora al nacimiento del Grupo de Río o la sobrestimación de las potencialidades de China, aunque sin duda clarificador y sustancial.
Para Lagos, fue un gravísimo error la politización de la política exterior latinoamericana desde la llegada de Hugo Chávez al poder en Venezuela, en combinación con la de Evo Morales en Bolivia, Rafael Correa en Ecuador y Daniel Ortega en Nicaragua.
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Una tendencia a la que siguen jugando varios presidentes de la región con proyectos populistas o dictatoriales, con poco o ningún compromiso con la democracia. Gobiernos que hasta producen ‘diplomáticas’ condenas a Rusia en la ONU, pero que no hacen nada por materializarlas, en línea de lo que sostiene Aguilar Camín.
Claro, es entendible que países como Ecuador, Chile y Paraguay y hasta Argentina cuiden una balanza comercial muy superavitaria con Rusia. Pero resulta chocante en los casos de Bolivia, Brasil, México o Colombia, que tienen balanzas comerciales mínimas y hasta deficitarias con Moscú.
En cuanto a Colombia, es pintoresco que no se sienta ni siquiera moralmente obligada por los preceptos de la democracia, la libertad individual y el Estado de Derecho del preámbulo de la Otan, y siendo el primer país de América Latina en ser socio global de la organización. Con socios así, para qué enemigos.
Sin duda que una derrota o probable desintegración rusa en otros estados y nacionalidades está lejos. Todavía más, analistas de la guerra, como el bloguero ucraniano Denys Davidov, estiman que Putin acumula fuerzas y que, dentro de los escenarios probables, está que lance un nuevo asalto desde Bielorrusia sobre Kyiv, con un millón o 500 mil nuevos soldados para tratar de cambiar el rumbo de la guerra.
Pero hasta ahora lo que ha hecho Putin en Ucrania es un desastre, tal como el plan de llevar a cabo un desfile militar en la emblemática Calle Jreshchatyk de la capital a los tres días de la invasión. Y tal parece que los esclavos de Rusia están decididos a tomar la posta del desastre y a arrastrar a la región a la misma suerte. Debiera América Latina sacudirse para defender las libertades y la democracia y aprovechar la oportunidad para estar en primera fila del nuevo orden mundial de la posguerra de Ucrania.