Columnistas
La muerte de Baudilio
Sus ojos se fueron cerrando ante el misterio de la vida y la muerte.

Baudilio Revelo fue un hombre bueno, forjado por su propia mano. Sintió el gusto de serlo y el gusto de vivir; y sin duda alguna, fue un caballero ejemplar y útil a la sociedad. Acaba de morir en el seno de su familia y en la tranquilidad de su lecho.
Desde muy niño lo acompañó, en aquella Guapi natal, la belleza del río caudaloso y pujante, rompiendo la selva, para desembocar en un mar azul y abierto sobre una arena sedosa, que fue levantando en él el sueño de sentir que era parte de ese rumor marino, augusto e interminable, en los atardeceres y amaneceres de luces gravitatorias que marcaban los únicos tiempos de la vida para un niño: la mañana ardiente, los medio días plenos de luz y esos atardeceres que anunciaban la noche, profunda de luceros y estrellas. Allí, además, estaban los infinitos y variados peces en un universo sumergido.
Amó esos tiempos y amó a los niños y niñas que rodeaban ese ambiente sencillo y tranquilo, pero lleno de ilusiones, como el marinero de luces que esperaba un día salir y otro regresar al encuentro de tales recuerdos y de los amigos que así mismo se fueron y volvieron. Y degustaba los frutos del mar, con la emoción de ser parte de ese paisaje costero inolvidable.
Se fue entonces más allá de su propio horizonte y estudió con profundidad. Conoció las universidades y oyó la palabra científica de los profesores. Supo de la cátedra y del aula abierta, aunque en las noches, después de estudiar las lecciones, volvía a soñar con el litoral y con su gente. Fue él, Baudilio, un elemento sujeto del recuerdo, como lo fueron Helcías Martán Góngora, Guillermo Payán Archer, Faustino Arias Reinel, Manuel Benítez Duclerc, Sofonías Yacup, Hugo Salazar Valdez, Medardo Arias, su hermano el médico poeta Hernando Revelo y muchos otros.
Regresó a Cali y al Pacífico y fue un maestro en la administración de justicia. Se convirtió en profesor sapiente de varias universidades, al tiempo que sintió la magia de la amistad y supo ser amigo de todas las gentes que iba conociendo. Así lo conocí y así nos unió el sentimiento común de la lucha por un mundo mejor, sin traiciones ni dobleces. Fue además el promotor de la unión entre las gentes de aquel “Litoral Recóndito”, que llamó Yacup. Y sintió la poesía que brotaba a manantiales de aquel viejo y siempre renovado mar de sus elucubraciones y nostalgias. Tuvo su familia y arropó con su amor las familias de todos sus hermanos. Puede decirse con orgullo que nunca hizo mal a nadie, que sirvió bien a quien pudo y tuvo siempre, como un talismán, el brillo del derecho y la rectitud.
La rueda del destino se lo llevó apaciblemente. Sus ojos se fueron cerrando ante el misterio de la vida y la muerte. Aquí quedan sus hermanos, sus hijos y sobrinos y el enjambre largo de las rosas que cultivó y de los peces; y aun de los monstruos que la fiebre costanera fue creando como el Riviel y la Tunda. Sí, todo ello aquí queda, al igual que nosotros sus amigos, que lo quisimos y sentimos sus mismos gustos y amamos el mar y sentimos el paisaje vibrante cargado de música del Pacífico.
Me atrevo a pensar que en esos instantes finales, el amigo Baudilio debió recordar, como para guardar en su maleta de viajero, aquella parte del poema de Martán que dice:
El sueño de mi infancia tuvo nombre de río.
Mi adolescencia hunde su raíz en el mar.
No llevo sobre el tórax tatuaje de marino.
Más fluye en mis arterias la savia del coral.
Me acordaré de este amigo Baudilio, cada vez que vuelva al mar de mis afectos soñadores y escuche aquellos cuentos de los pescadores y de los ancianos cargados de fantasías y nostalgias, sin que me atropelle el miedo y sintiendo el inigualable sabor de la comida. Buen viaje y buena mar, Baudilio del alma.
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