Las peores comidas callejeras del mundo

Ramiro Saavedra Becerra, valioso vallecaucano, expresidente del Consejo de Estado, tiene la grata particularidad de poner a pensar a sus seguidores en redes alrededor de preguntas sorprendentes, surgidas muchas veces de la cotidianidad, pero eso las hace aún más entretenidas.

Es parte del humor que muchos desconocen por la solemne apariencia del jurista, quien recientemente preguntó: “Para ustedes, ¿cuáles son sus peores comidas?”. Así se vino una cascada de opiniones, polémicas, algunas, pero ‘entre gustos no hay disgustos’.

Sin duda, la inquietud del doctor Saavedra nació de la reconocida publicación ‘Taste Atlas’, que anualmente clasifica lo ‘best’ para comer: países, ciudades, restaurantes, platos, entre los cuales ha exaltado manjares colombianos como el pandebono hace tres años y la lechona en 2024. Pero ‘Taste Atlas’ escoge también las peores comidas callejeras del planeta. Entre ellas están las arañas fritas de Camboya; el Svið, plato islandés consistente en una cabeza de oveja chamuscada, cortada a la mitad y cocinada, la foto es escabrosa; figura en lugar destacado la sangrepalt de Finlandia, especie de ‘dumpling’ o empanadillas de centeno y sangre animal; también encontramos crepes de planta de sangre; y un pudín vietnamita de sangre cruda, este sería el menú soñado por Drácula. ¿Y Colombia? Entre los 50 horrores del mundo, con toda la razón, incluyó las hormigas culonas de Santander y el bollo limpio costeño que siguen en el ‘top 50′ desde 2023.

¿Cuáles son nuestras comidas dignas de clasificar en la lista de horrores gastronómicos? Mi selección arranca con la torta de sesos. Si por lo menos fuera de sexos y no de sesos, eso le podría ayudar, pero saber que es un pastel hecho con el cerebro de la res, es suficiente para entender el sabor tan repulsivo que tiene.

Detesto los huevos de iguana, tanto por su sabor y textura pastosa, como por solidaridad con estos saurios, a quienes los traficantes de especies silvestres les sacan los huevos y les ponen piedras en su organismo. Alguien debía hacerle lo mismo a estos delincuentes.

Acepto el cuscús, la sémola de trigo molida, en su preparación árabe original, pero no puedo con la versión criolla de ese potaje superespeso que me lleva a las peleas en la mesa del comedor porque siempre había que tomar sopa. Nunca gané con “me las tomo todas menos el cuscús”.

Hablando de sopas, no me entra una changua al amanecer, ni me parece una maravilla el viudo de pescado y menos con el ojo del bagre mirándome. Ya que estamos en la mirada animal, recuerdo que el cuy frito está en el puesto 21 de la clasificación, pero como un plato peruano. Los nariñenses deben saber servir siempre este delicioso plato, despresándolo previamente. Cuando lo ponen de cuerpo entero, con su trompita belfa y la mirada triste, hacen que la mitad de los comensales se espanten y los otros saquen pañuelo funerario.

La presentación es clave para no clasificar en los horrores culinarios. El pescuezo relleno, por ejemplo, es delicioso, pero debe servirse en medalloncitos. Servirlo cuan largo es, pasa por un erótico lánguido en el que todos salen perdiendo. En cambio, en pequeños medallones se convierte en un sushi santandereano.

Después podemos profundizar en la mazamorra sin panela y en el champús cuando el juguito ya pasó por la garganta y ahora los granos de maíz cocido permanecen en la boca. También del chontaduro, las menudencias, las patas de cerdo aborrajadas, el dulce de brevas y el cayeye con puré de guineo y queso. Pero la verdad, todas estas excepciones son pocas frente a la delicia de nuestra gastronomía nacional que, sin dudarlo, le ha aportado felicidad y muchas calorías al doctor Ramiro y, obviamente, al turismo por Colombia.