Editorial
¿El crimen paga?
Son razonables las dudas sobre la legalidad y la efectividad de pagar para que en Colombia se deje de delinquir, más si la propuesta no va acompañada de una política gubernamental que intervenga sobre aspectos como la inequidad social y económica o el persistente abandono estatal.
“Serán miles a los cuales les vamos a pagar por no matar”. Así fue la propuesta que lanzó el presidente Gustavo Petro durante su reciente visita a Buenaventura, a donde llegó para buscar soluciones para enfrentar la violencia que afecta al puerto y que tiene como principal protagonista a su población más joven.
La controversia está servida y amerita que se le explique al país cuáles serían los alcances del plan del gobierno y cómo se garantizaría que no sea usado para fines contrarios a conseguir el retorno de la tranquilidad y de la seguridad ciudadana, en especial a los territorios más afectados por la criminalidad, así como a mejorar la calidad de vida de aquellos colombianos con más necesidades y menos oportunidades.
Son razonables las dudas sobre la legalidad y la efectividad de pagar para que en Colombia se deje de delinquir, más si la propuesta no va acompañada de una política gubernamental que intervenga sobre aspectos como la inequidad social y económica o el persistente abandono estatal.
No es la única vez que el Mandatario de los colombianos plantea la idea. Lo sugirió al principio de su mandato para los jóvenes que hicieron parte de la llamada primera línea, promotora del paro del 2021 y generadora de la violencia, el vandalismo y el caos que se generó en las principales ciudades del país. Además de ordenar la excarcelación de quienes fueron detenidos durante los disturbios, algunos de ellos incluso condenados, les ofreció una ayuda económica mensual de parte del Estado.
Ahora retoma la propuesta, dirigida a aquella población vulnerable que carece de oportunidades y por ello se convierte en objetivo fácil de las organizaciones criminales que la coopta para que haga parte de sus estructuras delictivas. Es lo que ocurre en Buenaventura, en el oriente de Cali o en aquellas comunidades del Pacífico colombiano históricamente abandonadas por el Estado.
El camino más expedito para impedir que la juventud colombiana caiga en manos de la criminalidad es brindándole la posibilidad de un mejor futuro, en el que el progreso sea su realidad y no solo una utopía. Ello difícilmente se logrará pagando a quienes hoy matan, roban o extorsionan para que dejen de hacerlo.
Mientras no se garantice la permanencia de los niños y jóvenes colombianos en el sistema escolar, su acceso a la educación superior y a una formación de calidad, oportunidades para emplearse y que sean bien remunerados, la probabilidad de ponerle fin a esa noria de la violencia en Colombia será ínfima.
Si la propuesta presidencial se enfoca en quienes hoy hacen parte de organizaciones criminales como las que operan en Buenaventura, se enviaría un mensaje infortunado a cientos de miles de jóvenes en el país: que para recibir los beneficios del Estado hay que delinquir o infringir la ley. Nada más inapropiado para una nación donde la ilegalidad se ve como sinónimo de progreso y donde han olvidado valores fundamentales como el del respeto a la vida humana.
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