La defensa del patrimonio construido y del paisaje natural, cuenta cada vez más en la resistencia a los proyectos privados o públicos con fuertes impactos sobre el territorio (Jordi Borja en Revolución urbana y derechos ciudadanos, 2013, pp. 38 a 42); especialmente a los espacios urbanos públicos, que son los elementos fundamentales de la ciudad, y conformados por edificaciones, acompañadas en muchos casos por árboles. Se trata de las calles, avenidas, plazas, paseos, parques y zonas verdes, algunos de los cuales suelen ser hitos urbanos en toda ciudad, y no pocos también patrimonio cultural inmueble de la misma.
También se cuenta cada vez más con la defensa, por parte de la población de cada región en el mundo, de sus habilidades, sus relaciones sociales consolidadas por el tiempo, la lengua que hablan todos los días, sus tradiciones específicas, y sus usos peculiares. Y en las ciudades se da cada vez más la valoración de la animación urbana como un todo que integra toda la cultura en sus diversas manifestaciones, propias de cada ciudad, y en estas de cada sector, los que se comportan cada uno como una ciudad dentro de la ciudad, y en estas de cada barrio, y hasta de cada calle, pero todos interrelacionados entre sí: hacia arriba y hacia abajo.
Es el rechazo creciente a la homogeneización cultural, a la que ha llevado la globalización del mundo, de la que también forman parte los procesos urbanos de las primeras décadas del Siglo XXI, los que inducen a la copia idéntica de lo que está de moda en los países desarrollados, y no a crear un todo holístico, que incluya lo económico, sociológico, urbanístico, paisajístico, arquitectónico y patrimonial. Sería una planificación que integra todas las partes que la componen, y que resuelve problemas ya identificados para cada parte de una ciudad, cuya área metropolitana entonces pasa a ser la suma de aquellas ciudades dentro de la ciudad.
Igualmente, se extiende el rechazo a la arquitectura banalizada y estandarizada desde mediados del Siglo XX, ignorante de las diferencias climáticas entre el trópico y los países con estaciones, y de la topografía de las ciudades, característica de un urbanismo globalizado cuya prioridad inicial fue el automóvil y la zonificación extrema. Y, por otro lado, crece el rechazo a esas arquitecturas ostentosas que imitan la arquitectura espectáculo, ya pasada de moda, sobre todo en algunos países muy poblados, pero poco urbanizados, como Colombia; o en ciudades muy extendidas, pero poco urbanas, como Cali, en donde todo llegaba tarde.
Debe quedar suficientemente claro que la planificación habitual y tecnocrática de la ciudad no garantiza, por sí sola, la plena integración ciudadana, la que depende también, y en mayor grado, del empleo, el acceso a la educación, a la salud, a la vivienda, a la recreación, y a la cultura. Pero cada vez es más claro que un urbanismo, paisajismo y arquitectura pertinentes para cada ciudad, más la valoración de su patrimonio construido y el reconocimiento de los vecinos al derecho a la ciudad, si pueden crear unas condiciones que les facilite a los habitantes de cada entorno urbano, convertirse en ciudadanos que demanden la integración de ciudadanos y ciudad.