“Un viejo amor, ni se olvida ni se deja, pero nunca dice adiós”. Así como en la vieja canción, ello pude comprobarlo en estos días cuando me lo encontré de nuevo, tras varios años de no saber de él. Le conocí siendo aún un parvulillo y fue mi inseparable compañía en mi turbulenta adolescencia e incluso en mi borrascosa primera juventud.

Me brindo tanta comprensión y tanto amor que hasta fui malagradecido con su indeclinable fidelidad. Fue mi confidente y mi consejero. Le entregué mis más íntimos secretos y soportó pacientemente tanto mis violencias y rabietas como mis ternuras y apasionamientos.

Los años pasaron y pasaron y ese viejo amor llego a mejores manos y por ende a una mejor vida más serena y sosegada. Anduvo por el Caribe y por los Alpes y volvió a este continente en donde disfruta de un merecido descanso.

Mi encuentro en un principio fue algo frío e inexpresivo. Sí, se le notan los años, aunque conserva su esbeltez y el donaire que exhibía mostrando sus encantos con discreta coquetería.

Luego de los mutuos reconocimientos, en que advertimos que los años no pasan en vano y a ambos se nos notan los calendarios, quise tener las intimidades de otras épocas, con un tanto de timidez y no poca desconfianza.

Así que inicie acariciándole con ternura y suavidad, recordándole aquellos momentos en que fuimos el uno para el otro con una complicidad tal que nos unió para siempre. Mi viejo amor me acogió de tal manera que entablamos un diálogo fluido y evocador que aún hoy añoro.

No sé cuántas horas duro este encuentro en el que advertí que a pesar del paso del tiempo su esencia sigue igual y no superada por ningún otro amor que haya llegado a mi vida y juro que reapareció en un momento en el que fue tanta nuestra compenetración que él hizo lo que yo estaba haciendo, pero muchísimo mejor.

En este instante estoy contemplando a mi viejo amor y me apresto a volver a su teclado un poco amarillento, a que me mejore mis interpretaciones y les ponga ese sabor añejongo, profundo, sonoro e indescriptible que es una dulce serenata para mis oídos y mi corazón.

No voy a negar que he tenido nuevos amores de alto turmeque, de todos los colores y sabores, incluso más imponentes y seguramente de mejores voces y que he conocido otros muchos, muchísimos más, en mí ya larga trayectoria en estas lides, pero ninguno como este que me destetó musicalmente y al que le profeso una gratitud e incondicionalidad hasta el fin mis ojalá lejanos amaneceres.

Gracias, viejo Steck por estar más joven que yo y por ser siempre el mismo, y el mismo que me dicen aún se escucha en algunas noches de luna en la ya vencida casona de El Peñón.

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