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Eternidad

Que Cien años de soledad haya sido nuevamente adaptada no es solo un simple capricho del mercado; es una celebración de lo que somos.

21 de diciembre de 2024 Por: Hugo Armando Márquez
Hugo Armando Márquez, columnista.
Hugo Armando Márquez, columnista. | Foto: Luis Regino Castro

Hay noticias que no se anuncian, hay noticias que se sienten como un eco que vibra en el corazón y despierta recuerdos dormidos. El anuncio del estreno de Cien años de soledad, esa joya inmortal de la literatura universal, en una serie Netflix, genera una mezcla de nostalgia y asombro. A muchos, que hoy somos mayores y con hojas blancas caídas en la cabeza, es una noticia que en el fondo nos estremece.

Cómo no emocionarse al pensar que Macondo, con su polvo dorado y su magia insondable, volverá a nacer para nuevas generaciones, en un formato que quizá Gabo nunca imaginó, pero que seguro sonreiría al saber que perpetúa su creación.

No es cualquier libro el que se adapta. Es el libro. Es la obra que, como un vallenato infinito, cuenta las desventuras y los sueños de una familia que es la metáfora viva de Colombia. De nosotros. De lo que somos, de lo que hemos perdido y de lo que, pese a todo, seguimos soñando. Gabo la llamó un vallenato de 350 páginas, y tenía razón. Porque, como las canciones de juglares, la historia de los Buendía no solo se escucha, se siente. No solo se lee, se hereda. Y en ocasiones, se llora.

Hoy, en 2024, cumplidos 42 años desde que Gabriel García Márquez subió al escenario en Estocolmo para recibir el Premio Nobel, esta noticia parece una señal, un recordatorio del milagro que llevamos dentro. Aquel diciembre de 1982, Gabo no fue solo un hombre premiado; fue, seguramente sin desear serlo, el mensajero de un país, de un continente, que sabe convertir el dolor en palabras y las palabras en belleza. Y lo hizo con una humildad tan nuestra, dedicando ese galardón a los olvidados, a los poetas sin nombre, a los hijos del Caribe y de la montaña que siguen cantando, aunque les pese la vida.

Que Cien años de soledad haya sido nuevamente adaptada no es solo un simple capricho del mercado; es una celebración de lo que somos. Es la oportunidad de que los jóvenes que nunca se han perdido en el insomnio de Macondo, que no han llorado la soledad de Úrsula o la melancolía de Amaranta, descubran la magia que nos define. Porque más allá del formato, más allá de las luces y las cámaras, lo que importa es que la historia perdure. Que sigamos siendo ese pueblo capaz de transformar el realismo en magia y la magia en universalidad.

Claro que no se hará justicia, claro que se romantizan paisajes, claro que nunca estaremos todos de acuerdo en quienes personificaron. Pero esa es precisamente la oportunidad que nos traen momentos así: que una obra cuente su inmortalidad con el paso del tiempo y que genere el debate necesario para sentir que es nuestra y que todos tenemos derecho a sentirla como nos corresponda en el alma.

Somos un país de historias. No solo Gabo; también Carrasquilla, Mutis, Bonnett, Abad o Juan Gabriel Vásquez, entre muchísimos más. Y más allá de las letras, somos un país que cuenta su vida en vallenatos, en coplas, en rimas y en grafitis que susurran en las paredes. La serie es un puente, un homenaje, una puerta para que el mundo entre y descubra que Colombia es más que un lugar en el mapa. Colombia es un estado del alma.

Así que celebremos que Macondo no muere, que las mariposas amarillas siguen revoloteando, que las campanas de la imaginación de Gabo no han dejado de sonar. Cerremos los ojos un instante, recordemos la primera vez que leímos ese libro, y agradezcamos que nacimos en un país donde la soledad se convierte en eternidad.

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