Acordar un frente común contra el hambre y la pobreza es el propósito que en el papel convocará hoy y mañana a las mayores potencias económicas del mundo en Brasil. Sin embargo, ese noble objetivo, y otro no menos importante, definir el financiamiento de la lucha contra el cambio climático, están seriamente amenazados, al punto que el pesimismo ronda los posibles alcances de la cumbre del G20.

Y la primera amenaza se llama guerra, sobre todo la que se libra en Ucrania, después de registrarse un masivo ataque ruso a la red energética de ese país y de que el Gobierno Biden autorizara a Kiev a usar misiles estadounidenses de largo alcance como respuesta al despliegue de tropas de Corea del Norte en ayuda a Moscú.

Un panorama alarmante que seguro desviará la atención de la agenda que el anfitrión Lula da Silva venía preparando y que ya estaba en alerta ante ‘nubarrones’ como la anunciada ausencia de Vladímir Putin en la cita, el triunfo de Donald Trump en las elecciones de Estados Unidos, y la disidencia de Francia frente a la firma de un convenio comercial entre la Unión Europea y el Mercosur.

Así, es claro que el Gobierno brasileño tendrá que emplearse a fondo para lograr darle vida a la Alianza Global contra el Hambre y la Pobreza, que “busca liberar recursos financieros para luchar contra estas problemáticas o reproducir iniciativas que funcionan a nivel local”.

Y si bien el Banco Interamericano de Desarrollo ya le dio su espaldarazo a la Alianza con 25.000 millones de dólares, es evidente que otras son las discusiones que van a primar en la mesa de Río, básicamente relacionadas con el apoyo a Kiev o a Moscú, pero lejos de que se pueda abrir paso una mediación para el fin de esa guerra o la que se libra desde hace ya más de un año en la Franja de Gaza.

Tal vez por esa certeza fue que ayer el Secretario General de la ONU hizo un angustioso llamado sobre la que debería ser la otra gran prioridad de los países más desarrollados del mundo: cómo financiar el billón de dólares que cuestan al año los programas que deben implementarse en las naciones más pobres para detener los estragos que está dejando el calentamiento global.

De hecho, ese es también el principal propósito de la COP29 que deberá terminar esta semana en Bakú, Azerbaiyán, donde las negociaciones están paralizadas, a la espera de la cita de Río de Janeiro.

Por lo pronto, hay que decirlo, el saliente Presidente de Estados Unidos, que ayer visitó por primera vez la Amazonía, aumentó la contribución de su país a la lucha contra el cambio climático a 11.000 millones de dólares anuales, lo que podría ser el preludio de más anuncios de integrantes del G20. No obstante, la pregunta es si esos aportes podrán mantenerse una vez llegue a la Casa Blanca Trump, férreo defensor de la explotación de los hidrocarburos, y y si las otras potencias aprovecharán ese retroceso para no cumplir las expectativas creadas tanto en la COP16 de Biodiversidad como en la COP29 de Cambio Climático, que no son otra cosa que un clamor por recursos para detener las inundaciones y las sequías que están agobiando a la Humanidad.