Noviembre lucía normal y el cuerpo acompañaba lo usual del paso de los años. Pero llegó diciembre y con el sabor del último mes del año, un alma agradecida me envió una torta de pastores. Eran los primeros días y la torta, sin competencia hasta el momento, fue disfrutada en poco tiempo. La verdad es que entre las comidas dulces navideñas, las favoritas mías son las de manjar blanco y las de coco. Antes de enviarlas de regalo a algunas personas que quiero, probé una de cada una y de veras, una vez más Buga se lució. Como si fuera poco, nadie hace el desamargado como la tía Anita Ayalde en El Cerrito. El problema es que desamargado solitario es como Garzón sin Collazos.

Collazos, en este caso, es una porción grande de manjar blanco cada vez que consumía el caldo de las cáscaras melancólicas. Y así siguió pasando diciembre. Dicen que uno va cogiendo la forma de lo que come, por eso no me quedaba claro si yo comía hojaldras, porque mi cuerpo iba tornándose en un buñuelo de 1,78 m. Los postres de la cena de Navidad fueron extraordinarios y llegó mi cumpleaños unos días después. Mi señora trajo a la casa una torta de brownie melcochudo que sabe que me encanta, obviamente con helado de macadamia, y ‘Marthica’, mi bella asistente durante mi grato paso por RCN, me trajo una deliciosa selección de tartaletas de frutas con crema pastelera. No había llegado aún el 31 de diciembre y yo observaba este proceso de estrechez en la ropa, pero no quedaba alternativa que disfrutar 2024 hasta el último día, cuando despedimos el año con las amigas de mi madre que llevaron un flan de tres leches con durazno, como remate a la cálida cena de año viejo.

Llegó enero y con toda la familia política fuimos a San Andrés y el ritmo gastronómico no paraba, hasta que comenzaron a aparecer las fotos en pontones o en la playa y me preocupó mucho ver el gordo que estaba saliendo con mi señora en todos los registros.

¿Cómo me iba a cambiar ella por ese tipo lleno de bananos en el abdomen? Es más, podrían compartir brasier, pues el tipo tenía tetillas, de aquellas que añorábamos en la adolescencia de nuestras novias de entonces. Ya iba a contratar un agente secreto experto en seguimientos e infidelidades cuando mis amorosas sobrinas me dijeron: “¡Tío, te ves tan contento y tranquilo en todas estas fotos!”. Solo en ese momento supe que ese gordinflón era yo. ‘Juancho’, el atleta de la familia, se me acercó y con ceño fruncido y en voz baja me dijo: “Estás a cinco kilos de no dar reversa. Puedes empezar ahora. Perdóname la sinceridad”. Con ojo encharcado se lo agradecí y sin más alternativas, comencé la dieta.

Arranqué con pollo y pescado. Alguien me advirtió: “Si comes mucho pollo, ojo con las hormonas que les ponen. Puedes crecerte más las tetillas”. Eso me espantó. “Veo que te gusta el pescado. ¿Sabes que muchos tienen mercurio?”. Pasé entonces a carnes rojas y me recordaron el problema del ácido úrico. Ante las montañas de la hartísima ensalada, ya me pusieron el tema de los venenos en el tomate.

“Cálmate, no te enloquezcas, come de todo, pero poquito”, me dijo un alma bondadosa, pero cuando llegó mi hijo me regañó: “No vas a adelgazar mientras comas varias harinas al mismo tiempo. ¿Por qué no entras a la dieta Keto?”, averigüé y me contestaron: “El exceso de grasa de Keto hará que vuelvas al dulce muy pronto”, “cada vez que tengas hambre, mastica chicles sin azúcar”, “toma té Hatsu, pero mira bien de qué color lo vas a consumir”, “un amigo, cada vez que tiene hambre, va a cepillarse los dientes y así ha adelgazado”. No me imaginé que tanta gente opinara distinto, al punto que no iré al dietista, sino al psiquiatra. La cita empezará así: “Doctor, como le parece que yo era un gordo feliz...”.