Columnistas
10-E: el fin de la paciencia
En las condiciones actuales, Venezuela no aporta nada a Colombia, ni como aliado político ni como socio estratégico.
El 2025 inicia con una incertidumbre persistente sobre Venezuela. Nicolás Maduro, tras su proclamación en medio de acusaciones de fraude, polariza al mundo y enfrenta un aislamiento progresivo. Mientras Rusia, Irán y Cuba refuerzan su apoyo al régimen, países como Estados Unidos, Argentina, Uruguay, Ecuador y Perú han reconocido a Edmundo González como presidente legítimo, consolidando un frente político contrario al chavismo. Este escenario refleja la profundización de las tensiones internacionales y una creciente expectación sobre el destino de Venezuela.
La posibilidad de una intervención militar extranjera sigue siendo remota. Aunque esta idea generó especulación en el pasado, su inviabilidad ha quedado demostrada por los altos riesgos y beneficios limitados. Durante la administración de Joe Biden, EE.UU. optó por sanciones económicas y medidas diplomáticas, dejando de lado cualquier acción armada. Sin embargo, el regreso de Donald Trump a la presidencia el 20 de enero introduce un nuevo factor de incertidumbre. En recientes declaraciones, Trump calificó a Venezuela como una “dictadura que debe ser erradicada”, insinuando un enfoque más agresivo. No obstante, la creciente tensión en torno al negocio petrolero, que involucra intereses estratégicos de Estados Unidos, podría moderar cualquier intervención. Como ocurrió durante su mandato anterior, persisten dudas sobre si sus palabras se traducirán en acciones o quedarán limitadas al ámbito retórico.
Intentos previos de intervención indirecta han dejado lecciones claras. En 2019, Erik Prince y su empresa Blackwater propusieron una operación mercenaria que fue descartada por falta de apoyo político. Más recientemente, una iniciativa liderada por militares venezolanos en el exilio, nuevamente en colaboración con Prince, generó rumores sobre una intervención financiada con fondos privados y, según algunas especulaciones, por gobiernos adinerados interesados en un cambio de régimen. Sin embargo, el hermetismo que rodea estas propuestas dificulta evaluar su viabilidad, generando sospechas sobre lo que podría estar gestándose fuera del escrutinio público.
El cambio presión externa. Un escenario plausible es una fractura dentro de las fuerzas armadas, posibilidad que María Corina Machado, desde la clandestinidad, ha insinuado con sus exhortos a los militares para que actúen contra el régimen. Las tensiones en el ejército, alimentadas por el colapso económico y la pérdida de privilegios, podrían provocar un quiebre en la estructura de poder. No obstante, el secretismo que rodea posibles acuerdos entre el gobierno estadounidense y miembros del Cartel de los Soles -quienes ocupan posiciones clave en el régimen— añade una capa de complejidad. La negociación de sanciones a cambio de cooperación o salidas controladas alteraría los incentivos internos, con consecuencias impredecibles para la estabilidad del núcleo político y militar de Maduro.
En el plano internacional, China es actor clave. Aunque ha sido aliado estratégico del chavismo, su respaldo no está garantizado. Un gobierno de transición democrática podría ofrecerle mayor estabilidad para proteger sus inversiones que un régimen aislado y sancionado. Los recientes movimientos de Beijing, como la reducción de préstamos y una mayor cautela, sugieren que evalúa el riesgo de mantener su apoyo incondicional.
En este contexto, Colombia no puede permitirse la ambivalencia que ha definido su postura frente a este incómodo espejo. En las condiciones actuales, Venezuela no aporta nada a Colombia, ni como aliado político ni como socio estratégico. El gobierno colombiano debe restringir su actuar diplomático a un marco que evite normalizar o legitimar al régimen de Caracas y asumir, con pragmatismo, el liderazgo de un esfuerzo regional que exija elecciones libres y garantice una transición inmediata.