Columnistas
Esperanza
Darle sentido a la vida no necesariamente significa aspirar a pasar a la historia como héroe o cambiar el mundo.
“Un día, mientras caminábamos con paso vacilante en filas hacia un destino desconocido, un pensamiento vino a mí como un rayo: no deben robarme mi último aliento de libertad. Aunque las circunstancias externas me hayan despojado de todo, aún soy dueño de mi actitud frente a ellas. Nadie puede arrebatarme esa última libertad interior: la de elegir mi respuesta frente a lo que me sucede. Este pensamiento me dio fuerza y propósito”.
Esta decisión de Víktor Frankl, extraída de su libro ‘El hombre en busca de destino’, que narra su reclusión en el campo de concentración de Auschwitz en la Segunda Guerra Mundial, fue reveladora. Había soportado el peor trato y humillación y ahí seguía, aferrado a la vida, mientras otros morían por decisión de los nazis o porque se dejaban morir; veían en la muerte una forma de alivio, y en el suicidio, una manera de ser libres.
Dice Frankl que la indiferencia y la apatía, negarse a sentir y limitarse a vivir el día, servía a muchos de escudo protector. Otros, los que trataban de tomar decisiones así fuesen mínimas cada vez que podían en vez de dejar todo al destino, los que procuraban darle un sentido a su vida en ese calvario, tuvieron una mayor probabilidad de sobrevivir el Holocausto y de rehacer sus vidas con relativa normalidad luego de recuperar la libertad.
Darle sentido a la vida no necesariamente significa aspirar a pasar a la historia como héroe o cambiar el mundo. Es la ilusión de ver a los hijos crecer y hacerse personas, de lograr un objetivo profesional, tener casa propia, o volverse a encontrar con las personas que uno quiere en la inmensidad del tiempo y el espacio. El sentido que cada uno le da a la vida difiere, y eso está bien, lo importante es proponérselo, sea a diario o a más largo plazo.
Eso se llama esperanza. Es la fuerza vital que conecta el presente con el futuro deseado. De imaginar, desear y luchar por una ilusión, en especial en circunstancias difíciles. La desesperanza individual conduce a la desmotivación, la resignación, la depresión y el fatalismo, y si es colectiva, al estancamiento y el conformismo; a un vacío que puede ser llenado por ideologías destructivas y nihilistas, propias de las tiranías encubiertas.
El nuevo año arriba con sentimientos encontrados debido a los enormes desafíos. Es razonable anticipar que vienen tiempos difíciles y que dependiendo de cómo evolucionen las ocurrencias y desvaríos y qué tan efectivos sean los muros de contención para evitar mayores daños, se podrá empezar a corregir el rumbo errático. Pero cualquiera sea el escenario, lo fundamental es no perder el norte y darse por vencido.
Las grandes conquistas de la humanidad se deben a la esperanza, es decir, a la decisión de concebir y luchar por un mejor futuro. Sin esta no se habría logrado el reconocimiento de los derechos civiles y políticos en Estados Unidos, el fin del Apartheid en Sudáfrica, el voto de la mujer, la caída de la Unión Soviética, la superación de la última pandemia. Gracias a la esperanza cada día más, ciudadanos defienden con valor la democracia.
Las sociedades más resilientes son las que logran mantener una visión de futuro, en especial en la adversidad. Sin la ilusión de un mejor mañana, la humanidad corre el riesgo de la desintegración y el sometimiento; de rendirse antes de desenvainar la espada. De ahí la necesidad de darle sentido a la vida, como individuos y miembros de una sociedad, como colombianos. Si nos secuestran la esperanza, todo está perdido. Es la muerte en vida, la negación de la condición humana. De todos depende que lo logren, que nos impidan soñar y construir un mejor país.