Editorial
Cauca, bajo el terror
El Estado tiene la obligación de erradicar a los violentos, acabar con los negocios ilegales que los alimentan y hacer presencia en cada rincón, tal cual lo demandan quienes viven en las zonas de conflicto.

El pasado miércoles fue un día de terror en el Cauca. Atentados terroristas y ataques contra la Fuerza Pública, perpetrados en una decena de municipios de ese departamento, dejaron un soldado profesional muerto y 80 personas heridas, en su mayoría civiles, entre ellos varios menores de edad. A esa tragedia se enfrenta a diario una comarca en la que se permitió que el crimen organizado, en alianza con el narcotráfico, regresara para imponer de nuevo la violencia y reinstaurar el miedo.
Lo sucedido esta semana debió prevenirse porque estaba más que anunciado, como lo corroboran habitantes de los lugares que se vieron afectados por esa oleada de ataques.
El 26 de marzo se cumplían 17 años de la muerte de ‘Tirofijo’, fundador y comandante de la extinta guerrilla de las Farc, lo que fue la excusa para que unos grupos que hoy solo pueden calificarse como criminales, cuyo único objetivo es lucrarse de negocios ilegales, se ensañaran contra esas poblaciones caucanas.
Aunque desde días antes las llamadas disidencias de las Farc instalaron pancartas y vallas alusivas a ese aniversario, a la vez que amedrentaron a los ciudadanos, las amenazas no fueron conjuradas. Desde primeras horas de la mañana del miércoles se sucedieron los atentados en Corinto, Cajibío, Caldono, Miranda, Santander de Quilichao, Toribío y Morales, siendo los más graves el de Piendamó, donde una moto cargada de explosivos detonó dejando decenas de heridos, y el de El Patía, donde otra moto bomba estalló al paso de un convoy militar, hecho en el que murió un soldado y tres más resultaron lesionados.
Es imposible negar el fortalecimiento que durante los últimos tres años han tenido en el Cauca los grupos alzados en armas, en asociación con mafias dedicadas al tráfico de estupefacientes o a la minería ilegal. El espacio que les abrió la Política de Paz Total del presidente Gustavo Petro fue aprovechado para ganar terreno, crecer los cultivos ilícitos, convertirse en autoridad en aquellos municipios donde el Estado legal no hace presencia e imponer su ley de violencia.
Los esfuerzos del Ejército y de la Policía por rescatar el territorio de las garras del terrorismo, acabar con las economías ilícitas que hoy lo gobiernan y mantener el orden no son suficientes, como queda en evidencia cada vez que ocurren hechos como los del miércoles anterior, o aquellos que a diario se viven a lo largo y ancho del Cauca o ahora también en Jamundí, Pradera y Florida, al sur del Valle del Cauca.
El Estado tiene la obligación de erradicar a los violentos, acabar con los negocios ilegales que los alimentan y hacer presencia en cada rincón, tal cual lo demandan quienes viven en las zonas de conflicto.
No es con discursos inocuos ni ignorando lo que sucede, tampoco tratando de desviar la atención sobre las diversas guerras que vive la Nación o insistiendo en una paz total que está lejos de conseguirse, como se le devolverá la tranquilidad y la seguridad al país y en particular a aquellos departamentos que, al igual que los del suroccidente colombiano, viven otra vez en medio de la violencia y el miedo.
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