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Vincent van Gogh
En adelante, los rojos hospitales, los sanatorios con olor a muerte, cubren la venda afrentosa de su mutilamiento y habrían de ir con su huella.
Los demonios habían retornado. No se veían, se oían en el centro de su cabeza. Había pintado tantas veces su rostro en el esfuerzo de plasmar en el cuadro las cabezas de sus atormentadores. Pero en el lienzo no se percibía sino su testa y sus cabellos rojizos.
Los demonios huían por períodos largos. Pero sin anunciarse, regresaban y levantaban la apoteosis del caos, mientras doblegaban el espíritu manso del amante de los azules intensos, los amarillos, naranjas y rojos encendidos de las tardes plenas de silencios.
El campo fluía en sus delirios con la sensibilidad de una oración. Pero aquellos duendes lo asaltaban y estrangulaban su faz de eremita. Un hado siniestro se metía entre sus poros y bullía con rigor de hiena entre los pinceles y los colores.
Van Gogh bebía absenta turbado entre la desolación y la oscuridad. De las tabernas sacaba la alegría brutal que perseguían sus duendes a la vista de ojos sedientos de prostitutas ajadas y alaridos del viento.
El ajenjo iba por cada centímetro de su interior, carcomiendo como un gusano sus entrañas. En su mente se quebraban los diques y caían los andamios.
Paul Gauguin, estaba a su lado, pasajero de esos laberintos bermejos y de las largas estridencias de voces y fantasmas. De pronto, sobre el filo acerado de la noche, brilla el cuchillo levantado en mano de Vincent. Era un pincel en busca de la sangre, porque ningún rojo podría asimilarse al de los manantiales de las venas abiertas. Y cuando Paul escapa de sus manos como un espectro de agua, Van Gogh se entrega a sus demonios y ante el espejo, con vesania, corta de un tajo grande, decidido, el lóbulo superior de su oreja izquierda.
La herida inunda de la propia sangre aquella cabeza que él tanto había pintado y que suponía ajena a su carne impresionista, a su cuerpo sin luz, a su mirada de montaña abierta. Como un trofeo entrega a Raquel, la prostituta de Arles, el apéndice roto, rojo, estropeado. Era el precio que pagaba por haber saciado en ella sus elucubraciones de colores y rostros perdidos en las sinuosas líneas punteadas de su visión de ave en la tormenta.
En adelante, los rojos hospitales, los sanatorios con olor a muerte, cubren la venda afrentosa de su mutilamiento y habrían de ir con su huella. Cuadros atormentados, pavor y sombras entre las luces que traslucían el rincón de su mente, donde no llegaban aquellos demonios invisibles y solo existía él acorralado.
Una mañana de esplendor en un verano gualdo, en la campiña mide sus pasos y coloca el caballete con los primeros trazos de un cuadro que no habría de terminar en el lienzo, pero sí en una realidad confundida entre las pesadillas del insomnio.
Luego caminó en línea al horizonte, en el enfoque de árboles, surcos y las dimensiones de la obra con los colores ocres verdes y bermejos. Pero el puesto del pintor había quedado vacío. Él era el modelo. Y cuando todo estaba en orden, un estampido sordo y apagado espantó las perdices que volaron hacia un cielo rojo punzó.
Como siempre, los demonios habían retornado. No se veían, se oían en el centro de su cabeza. Van Gogh se había destrozado el eje de su vida. Entonces ya en la conciencia de la muerte, caminó sin desmayo por el sendero polvoriento, recorrió la aldea y entre las oquedades del vértigo encontró su alcoba.
Allí estaba su lecho en el que esperaría a Theo, único vínculo con la vida que subsistía al olvido; y ya en su presencia se fue muriendo con la lentitud del pájaro que avista la roca del acantilado. Era el círculo vital que rescataba su vida. Así fuera solo con la muerte.